Me encantan los perros. Os lo
digo de corazón. Fiel compañero. Capaz de seguir a su amo fallecido hasta la
tumba. A menudo pienso que los perros demuestran más amor por el ser humano que
muchos seres humanos por otros seres humanos. Así que dicho esto... lamento la
muerte del perro de la auxiliar de enfermería infectada por el Ébola. Y dicho
esto... no me entra en la cabeza que haya seres humanos que se movilicen más
por la muerte de un perro... que por la de cientos de seres humanos que mueren
como perros. Porque así es como están muriendo muchos seres humanos. Hermanos
nuestros.
El mismo día que moría en Madrid
un perro... fallecía en las calles de Monrovia un chavalín. Saah Exco. Diez
añitos. Solo y tirado en la calle. Después de que varios hospitales se negasen
a cuidarle. Su imagen dio la vuelta al mundo el 20 de agosto cuando varios
fotógrafos le inmortalizaron desnudo y solo en las calles. Un huérfano más.
Como otros cientos. Niños sin padres. Vulnerables a la estigmatización... y
rechazados por la familia que les queda. Vulnerables al hambre, a la
desnutrición, a la violencia. Condenados.
La de Saah Exco es una muerte
indigna, cruel, infame, inhumana... Tirado en el suelo y rodeado de gente que
mira... pero sin tocar. El miedo es un enemigo muy poderoso. Y os podría
enseñar la foto del final del chavalillo. Pero me niego. Su memoria exige
respeto. Y oración.
Así que mejor... os dejo con el
Papa Francisco y sus palabras de Lampedusa: «También hoy esta pregunta se
impone con fuerza: ¿Quién es el responsable de la sangre de estos hermanos y
hermanas? ¡Ninguno! Todos respondemos igual: no he sido yo, yo no tengo nada
que ver, serán otros, ciertamente yo no. Pero Dios nos pregunta a cada uno de
nosotros: “¿Dónde está la sangre de tu hermano cuyo grito llega hasta mí?”. Hoy
nadie en el mundo se siente responsable de esto; hemos perdido el sentido de la
responsabilidad fraterna; hemos caído en la actitud hipócrita del sacerdote y
del servidor del altar, de los que hablaba Jesús en la parábola del Buen
Samaritano: vemos al hermano medio muerto al borde del camino, quizás pensamos
“pobrecito”, y seguimos nuestro camino, no nos compete; y con eso nos quedamos
tranquilos, nos sentimos en paz. La cultura del bienestar, que nos lleva a
pensar en nosotros mismos, nos hace insensibles al grito de los otros, nos hace
vivir en pompas de jabón, que son bonitas, pero no son nada, son la ilusión de
lo fútil, de lo provisional, que lleva a la indiferencia hacia los otros, o
mejor, lleva a la globalización de la indiferencia. En este mundo de la
globalización hemos caído en la globalización de la indiferencia. ¡Nos hemos
acostumbrado al sufrimiento del otro, no tiene que ver con nosotros, no nos
importa, no nos concierne!».
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