No vamos a
dedicar tiempo y espacio a comentar sentencias de Estrasburgo... pero mucho se
ha hablado durante estos días de justicia y de legalidad. Y poco se ha oído de
perdón y reconciliación.
La Iglesia
enseña que «una verdadera paz es posible sólo mediante el perdón y la
reconciliación», y añade que «este perdón recíproco no debe anular las
exigencias de justicia». ¿Seremos capaces de llegar a este punto final? Sí...
si seguimos esta secuencia histórica.
Arrancamos
convencidos de que «la paz es fruto de la justicia» (Is 32, 17). Damos un paso
más y afirmamos que «el desarrollo es el nuevo nombre de la paz», entendiendo
éste como “desarrollo integral del hombre”. Y llegamos al momento en el que
Juan Pablo II nos recordó, en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz en
2002, que «no hay paz sin reconciliación y sin perdón».
Éste proceso
doctrinal absolutamente coherente... acaba en el aspecto más personal, de lo
que son los procesos de construcción de condiciones pacíficas y pacificadoras.
Evidentemente
habrá quienes tendrán que admitir las responsabilidades y consecuencias
dramáticas de sus actos... porque no se puede pedir perdón si no se asume lo
hecho.
Los
cristianos creemos en la capacidad de conversión del corazón humano... y sin
ninguna duda, no hay paz sin perdón ni reconciliación. Ahí es donde los hombres
concretos, con nombres y apellidos, se deben encontrar. Al fin y al cabo, este
es un proceso que ha implicado a personas concretas. Quienes han dispuesto
sobre la vida de otros son personas con nombres y apellidos... y las víctimas
son personas con nombres y apellidos. Esto tendrá que acabar en algún
momento... en un encuentro personal en el que sepamos pedir perdón y seamos
capaces de perdonar. Éste este es el sentido de la reconciliación.
Paralelamente
a este “proceso entre personas”... se debe dar un “proceso en el interior de
las personas”. El Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, afirma en su
número 495 que «para prevenir conflictos y violencias, es absolutamente
necesario que la paz comience a vivirse como un valor en el interior de cada
persona. Así podrá extenderse a las familias y a las diversas formas de
agregación social, hasta alcanzar a toda la comunidad política». ¿Estoy de
acuerdo con esto? Sí... radicalmente SÍ. Pero...
Hay un paso
previo. Debemos reconocer que el otro, el que está a mi lado, el que piensa de
manera distinta a mí, o sostiene posturas absolutamente contrarias a las
mías... es un ser humano esencialmente igual que yo. Este paso
“revolucionario”, para los cristianos es una exigencia. Esta es la conversión de
la que habla la Doctrina Social de la Iglesia, y a la que nos invita el
Evangelio de Jesucristo.
Sin este
paso previo, si no soy capaz de reconocer al otro como una persona, como un
hijo de Dios, esencialmente igual que yo, con la misma dignidad que yo... Si no
soy capaz de hacer eso...
Y aquí es
donde las comunidades cristianas tenemos que empeñar lo que tenemos, y lo que
no tenemos. Hipotecarnos para el futuro en cultivar lo fundamental.
Podremos
buscar razones y argumentos, propuestas y contrapropuestas... pero, en
cualquier caso, lo haremos siempre desde justificaciones únicamente
ideológicas. Y un católico no puede anteponer las razones ideológicas a las
convicciones de su fe. A la convicción de que el que está a mi lado, e incluso
el que está en frente de mí, es un ser igual que yo.
PD: Todo
esto no significa, en absoluto... “banalizar el mal”. Muchos crímenes que hemos
vuelto a recordar estos días son INTRÍNSECAMENTE PERVERSOS. Estructuras de
pecado.
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